viernes, 24 de diciembre de 2010

LA NAVIDAD: EL SOLSTICIO DE INVIERNO

Tradicionalmente, la Navidad se ha celebrado en gran parte del mundo desde tiempos inmemorables, y no sólo en la cultura cristiana. La cuestión es que las celebraciones en esta época del año no siempre han tenido el mismo motivo exactamente, pero sí el mismo objetivo. Y desde luego, siempre han acaecido durante el mismo período de tiempo, es decir, en el solsticio de invierno.
El 25 de diciembre es el día más corto del año, y por tanto, la noche más larga, es decir, el solsticio de invierno. Muchos pueblos celebraban este acontecimiento natural, que además en muchos casos equivalía a la entrada de un nuevo año. Las transiciones naturales, tales como el cambio de estación (solsticios y equinoccios) o los movimientos de los astros, siempre han dado lugar a distintos tipos de ceremonias y rituales en todas las culturas. Ocurre parecido en el solsticio de verano: el día de San Juan, que es el más largo del año, se celebra encendiendo hogueras cuando anochece para quemar en ellas todo lo malo, y dar paso a un estación limpia de negatividad.
No es casualidad que la palabra “Navidad” signifique nacimiento, puesto que para muchas culturas, en origen, esta palabra se refería al nacimiento de un nuevo ciclo o etapa en la naturaleza, la estación invernal.  Este solsticio es el momento del año en que la tierra recibe menos luz solar, puesto que nuestro planeta está inclinado al máximo respecto a la posición del sol. Así que, en esta situación, muchas culturas celebraban el nacimiento de sus dioses relacionados con el sol, como Osiris y Horus en Egipto, Mitra en India, y Apolo y Dioniso o Baco, para griegos y romanos, respectivamente.
Con el fin de comenzar con buen pie el nuevo ciclo, se procedía a honrar también a las fuerzas naturales o a los dioses relacionados con la meteorología, los cultivos, o la fertilidad, es decir, cuestiones relacionados con el mundo natural. Así, los romanos celebraban las Saturnalias, dedicadas a Saturno, dios de la naturaleza, y los griegos las Dionisíacas y las Leneas, dedicadas a Dioniso.
Por lo tanto, la celebración de la Navidad no es exclusiva de la cultura religiosa, sobre todo, cristiana; puesto que muchas civilizaciones a lo largo de la historia ya habían incluido en su calendario muchas de las fiestas que hoy en día tenemos en el nuestro. De hecho, La Iglesia estableció el nacimiento de Jesús el día 25 de diciembre, aun habiendo serias dudas de que la fecha real ni siquiera se acercase a la determinada. Pero en parte, también era una forma de facilitar la conversión de los ciudadanos a la religión cristiana, desviando la atención de los festejos paganos que se celebraban en esta misma época.
A lo largo de los años, todas las civilizaciones se han nutrido de sus respectivas culturas mutuamente, adoptando costumbres y tradiciones de todo tipo. Y esto es precisamente lo que ocurre con las religiones, puesto que esto no sólo sucede en el caso de Navidad: ya en la prehistoria se celebraban uniones matrimoniales, que eran una declaración pública de amor y compromiso, así como los bautizos, que también tienen su origen en la antigüedad, y suponían la presentación oficial de un bebé al resto de la sociedad que le daba la bienvenida.
El objetivo de estos festejos, a parte de la adoración de un determinado protagonista, sea el que sea, y el intercambio u ofrecimiento de regalos, siempre ha sido el encuentro familiar, el hecho de poder disfrutar de la compañía de los seres queridos reunidos en torno a un buen banquete que compartir. Y al final, eso es lo que cuenta.

lunes, 6 de diciembre de 2010

TODOS TENEMOS UN LUNAR

Marilyn Monroe (Diseño: Andy Warhol)
Unos  lo tienen más grande y otros más pequeño, puede ser visible o no a primera vista, todos son de distinto tamaño, para algunos es sensual y una seña de identidad, a otros no les gusta tanto, e incluso deciden hacerlos desaparecer. Lo que es indiscutible es que todos, ya sean buenos o malos, son diferentes. No todos tenemos uno tan famoso como el de la archiconocida Marilyn, calificado como el más sexy de la historia hollywoodiense; pero el caso es que todos tenemos, en alguna parte, un lunar.
Estamos pensando en los lunares como una particularidad física y palpable en nuestra piel, pero ¿por qué no pensar en un lunar como algo especial o un rasgo propio que nos distingue y caracteriza frente a los demás? Entonces, de alguna manera, nuestras cualidades o habilidades podrían considerarse nuestros lunares particulares: son signos que actúan como distintivo y nos definen a la vez que nos identifican. A veces, no son fáciles de encontrar, pero (repito) seguro que todos tenemos uno.
Cuando alguien nos pregunta qué se nos da bien, algunas personas declaran no saberlo, o lo que es peor, contestan que nada en particular. Bien es cierto que, por mucho que insistamos, no siempre somos diestros en aquello que nos gustaría que se nos diese bien (aunque no debemos olvidar que la constancia es un factor indispensable). Pero es imposible que exista una persona a la que no se le dé bien absolutamente nada. La cuestión es dar con aquello en lo que somos buenos, y que además nos apasiona: el lunar perfecto.
En algunos casos, está tan escondido que podemos tardar años en encontrarlo; en otras ocasiones, es tan evidente que enseguida lo reconocemos. También ocurre que, a veces, con solo mirar a alguien podemos admirar fácilmente su enorme lunar. Sin embargo, esa persona no se da cuenta, y no es consciente de la belleza y peculiaridad que encierra éste, aunque para los demás sea fácilmente visible. Cuando conocemos a alguien así, y nosotros aún no hemos encontrado el nuestro, no es raro desanimarse, y compararnos con esa persona cuyo lunar admiramos, por ser especialmente llamativo o deslumbrante.
¡Craso error! La tardanza no equivale al fracaso: que no hayamos encontrado nuestro lunar, no significa que cuando lo hagamos vaya a ser más feo y decepcionante que el de los demás. De hecho, el día que lo descubramos, deberíamos cuidarlo como si de un tesoro se tratase, porque ciertamente lo es, hasta el punto de que puede darnos de comer el resto de nuestra vida. Y desde luego, excepto si es maligno, jamás pensar en extirparlo.